
Este relato pretende ser un homenaje para una persona que nos ha inspirado a dar lo mejor de nosotros con tal de cumplir nuestro propósito como personas y como Fundación: Alexander Martínez.
La primera vez que escuchamos la historia de Alexander fue en un mensaje de correo electrónico. Un amigo que lo había conocido en el hospital nos explicó su caso. La única posibilidad en el tratamiento de su leucemia era un transplante de médula. Inmediatamente nos movimos para trasladarlo a un hospital que realizara este tipo de tratamientos. Sin embargo, su médico, después de analizar el caso, constató que Alex no era candidato para este tratamiento. Poco se podía hacer y llegaron a su familia las temidas palabras: «deben aprovechar el tiempo que le queda».
Fue en ese momento cuando nos movimos para cumplir nuestro propósito: hacer que cada vida valga la pena ser vivida. Alexander, de 6 años recién cumplidos estaba muy enfermo y quería realizar un sueño que muchas personas pueden considerar simple: conocer el mar. La ayuda se desbordó, muchas personas hicieron lo que estaba a su alcance para que Alexander y su familia pudieran viajar a Acapulco, y así fue.
El Hotel Caleta recibió a toda la familia Martínez no solamente con un servicio de gran calidad, sino con un cariño personal y humano inigualable. Gracias a su apoyo y al de las personas que donaron, Alexander pisó Acapulco el 22 de diciembre de 2013, acompañado de toda su familia.
Al principio, llegó débil y podría decirse que con miedo. Caminaba sostenido por su mamá en todo momento, eso sí, con una sonrisa muy grande. No de esas fingidas, sino una sonrisa sincera. Al pisar el mar escuchamos su risa por primera vez. Le emocionaba mucho cómo la marea lo jalaba hacia dentro. Era nuevo, era raro, era divertido.






Al poner por primera vez los pies en el mar, se detonó la alegría de toda la familia. Era momento de crear recuerdos inolvidables: enterrar a papá en la arena, subirse a la banana, construir castillos, cavar agujeros, nadar, mojarse, tomar un refresco viendo al mar. No había diferencia alguna entre la familia Martínez y cualquier otra familia que disfrutaba en ese momento de la playa de Caleta. No había diferencia entre Alexander y cualquier otro niño. Como por arte de magia (gracias al nivel del mar y a la temperatura), Alex corría, se reía, nadaba solo, el mar lo revolcaba pero no le daba miedo… estaba feliz.
Al regresar a México, estuvo en su casa. Acapulco le había dado fuerzas para sentirse mejor. Aunque tuvo que ingresar al hospital un par de veces, porque el dolor empeoraba. No quería estar en el hospital. Llevaba 3 años enfermo y no quería saber más de los doctores o las enfermeras, quería aprovechar su vida.
Se preparó e hizo su primera comunión vestido de blanco, su color favorito, de pies a cabeza. Fue un gran día en que estuvo acompañado de su familia y amigos. A pesar de que el dolor hacía de las suyas, al verlo a los ojos, sonreía. Era feliz.
Alexander daba cada día una lección de felicidad, de sabiduría verdadera. Parecía que sus comentarios eran de un adulto experimentado. A veces, dejaba a sus papás con la boca abierta, porque tenía un alma muy grande para ese cuerpo. Con cada día, Alex se ganaba el cielo, y el cielo no quería esperar más tiempo para recibirlo.
Esta es la historia de Alexander, un niño que vivió como un grande, que no dejó que el cáncer lo definiera a él ni a su felicidad. Alexander ayudó a sacar lo mejor de cada una de las personas que tuvimos el honor de conocerlo. Alexander fue una luz en medio de este mundo y merece ser recordado.
¡Gracias Alexander, por enseñarnos a vivir y a ensanchar la vida de otras personas!